Se quitó las gafas salpicadas de glóbulos rojos, la camisa teñida de vermellón y los pantalones perlados de sangre y rasguños.
Se sintió satisfecho por el trabajo encomendado, si bien no era profesional ni amateur a sueldo, el resultado le dio un orgullo mal disimulado que se dibujada en su sonrisa y tatuaba su piel con un mosaico de lunares rojos vencidos por la gravedad.
El espejo le mostró la magnitud de lo que había hecho, mientras por la ventana entraba el vocerío de los familiares en el patio, sorprendidos ante lo acontecido y con las señales del cadáver aún caliente bajo la sombra del olivo centenario, el mismo que los cobijaba en los muchos momentos festivos que por allí solían celebrar. El llanto agudo de los niños envolvía el aire con la tela del drama evitable para los infantes.
No sentía remordimiento alguno, al contrario, había cumplido con el deseo expreso de su padre, demasiados años con la promesa, que le hizo en vida, presente en su conciencia contrariada, saldar esa deuda contra su propia voluntad le reportaría consecuencias que él bien conocía pero las asumió con todo el honor posible.
Se lavó meticulosamente la piel ensangrentada, cabellos y uñas, no quería flagelarse con signos visibles de esa mañana del destino. Las voces en el patio no cejaban en intensidad, los niños seguían llorando, se torturaba por ser el único responsable de la sangría y tenía miedo por el veredicto de los familiares.
Una vez vestido de hombre respetable y pulcro, se dirigió al encuentro de los jueces y ante la escena de lo acontecido.
Bajó la escalera, dubitativo, cabizbajo, se prometió a sí mismo no parecer vulnerable y con la cabeza alta se dirigió hacia la puerta que franqueaba el patio. Respiró profundo y apareció sigilosamente en la escena y ante los protagonistas, sus zapatos empezaron a sortear los ríos de sangre que del centro de la estancia partían.
Los familiares, al advertir su presencia, hicieron un silencio casi sepulcral, sólo roto por los moqueos y sollozos de los más pequeños, no pudo articular palabra, sólo observar como era observado por todos, el que hace un rato estaba ensangrentado por la carnicería de su promesa ahora lo contemplaban limpio e inmaculado, no podía ser el mismo hombre sin piedad.
En esto estaban todos, cuando una sonora ovación irrumpió de las manos de sus amigos y familia, los niños corrieron a su encuentro, abrazándolo, zarandeándolo con sus empujones de afecto y juego, las mujeres se acercaron a besarlo y los hombres lo felicitaban con orgullo masculino.
La promesa deudora había sido saldada, era el único de los hombres del clan que faltaba por hacerlo.
Por fin, disfrutarían de las viandas proporcionadas por la matanza del chancho que por San Martín tenían costumbre matar en el pueblo las familias del lugar.
Bon appetit, Who.